
Por Nicolás Torres Ressa, Lic. en Filosofía, UNLP.
Estamos en tiempos de posverdad, en tiempos donde el lenguaje construye la realidad, en tiempos donde se buscan las huellas de los poderes fácticos detrás de las enseñanzas de nuestro “sentido común”. Estamos en tiempos donde todo nos parece sospechoso, donde toda verdad debe caer para develar los secretos que esconde detrás. Hace 75 años, Antoine de Saint-Exupéry publicaba El principito, donde podemos leer la archi-conocidísima frase “lo esencial es invisible a los ojos”. Hoy, año 2018, podríamos dar vuelta la frase y afirmar que lo que es invisible a los ojos es lo no-esencial que constituye lo que nosotros creemos que es la esencia. Todas las luchas políticas actuales se basan en encontrar aquello “no esencial” que opera en los hombres. Bienvenidos a la posmodernidad.
La posmodernidad es lo que viene “después” de la modernidad: esto es lo que indica el prefijo “post”. Ahora bien, de esta definición etimológica se pueden desprender diversas interpretaciones. ¿La posmodernidad es una ruptura radical con la modernidad? ¿Hay continuidades entre los modernos y los posmodernos? Dirijamos la mirada al corazón de la modernidad: el sujeto. En la filosofía moderna, el sujeto es una sustancia pensante, una res cogitans. Que sea una sustancia significa que no necesita de ninguna otra cosa para existir (salvo de Dios, el sujeto máximo entre todos los sujetos). El sujeto moderno está dotado de una estructura cognitiva que es universal y transversal a todas las culturas y a todas las épocas. Tiene una racionalidad matemático-deductiva diametralmente opuesta a sus emociones, que son un caos de sin-razón. Cree en la ciencia, la piensa como un conocimiento de las verdades de la naturaleza, por medio del cual podrá llegar al progreso de la civilización. En el avance de la técnica está el summum de la felicidad humana, el paraíso terrenal. La ciencia moderna es neutral y está despojada de todos los prejuicios, sean emocionales, ideológicos o religiosos. Es la luz frente a todas las oscuridades. ¿Estas ideas les parecen familiares? Todavía nos encontramos con un remanente de la modernidad que circula sin mucha resistencia en ámbitos académicos, mediáticos, económicos, etc. ¿Cuántas veces hemos oído hablar de la autoridad de la ciencia fundada en su racionalidad neutral? ¿Cuántas veces hemos oído a algunos periodistas diciendo que ellos describen “la realidad”?
En la posmodernidad, todas estas nociones caen. O son matizadas de una forma significativa. Ya no hay un sujeto acabado independiente de la sociedad. Detrás del sujeto, hay relaciones sociales, políticas y culturales. Hay dispositivos, hay redes de instituciones que nos estructuran y a las que les debemos nuestra forma de pensar y hasta nuestra forma de sentir. Ya no se sostiene que haya una distinción tajante entre razón y emociones: cada tipo de racionalidad tiene su propio tipo de emociones. Ha caído la independencia de la razón y, con ella, la neutralidad de la ciencia. Detrás de “lo objetivo”, detrás de “lo obvio” hay intereses, hay procesos de subjetivación, hay política. En última instancia, hay contingencia: así se denomina en filosofía a lo que es de una manera pero que bien podría ser de otra. Lo contingente es lo contrario de lo necesario, lo que está dado y fue, es y será así de una vez y para siempre. El conocimiento ya no es un mero asunto entre un ser racional y un mundo externo que no tiene nada que decirle a éste. En Verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche sostiene que nuestras verdades, aquellas cosas que creíamos intocables, son tan sólo mentiras útiles para poder vivir.
Ahora bien, en el título que elegí para este artículo prometí hablar acerca de la política argentina y la posmodernidad. ¿Cómo podemos bajar todo esto que he dicho a nuestros tiempos y a nuestras latitudes? Antes de meternos bien en tema, conviene dar un pequeño rodeo y dar un pequeño paseo, a vuelo de pájaro, por las vicisitudes de la Historia argentina. El proceso independentista que surgió en 1810 se encuentra fuertemente entrelazado con los ideales de la Ilustración moderna, la Constitución de 1853 tiene como una de sus principales influencias al liberalismo, tanto en su versión política como en su versión económica. A partir de 1862, con la unificación definitiva del país, Mitre, Sarmiento, Avellaneda y los 36 años del PAN buscarán crear las condiciones para que la Argentina sea un país moderno y que, como tal, cuente con un sujeto moderno, varón, europeo, blanco y civilizado. La Argentina siempre fue un país moderno, incluso en sus grandes enfrentamientos internos o “grietas” fundacionales. En última instancia, las diferencias entre conservadores y nacionales-populares (sean radicales, peronistas o kirchneristas) se basan en la siguiente disyunción: si nuestro país debe ocupar un papel secundario o central en el capitalismo mundial, si debemos ser el “granero del mundo” o si debemos ser un país industrial con más productos “made in Argentina”. En ninguno de los dos casos está en discusión la inserción en el capitalismo, invento de la modernidad. Quizás la posmodernidad no sea tanto una ruptura o una renuncia definitiva a todos los valores de la modernidad, sino más bien una matización de muchos de ellos, una especie de “vuelta de tuerca”.
Cuando Cristina Kirchner asume la presidencia el 10 de diciembre del 2007, da un discurso frente al Congreso donde dice: “Néstor y yo nunca fuimos posmodernos. Nosotros somos 2 presidentes modernos en épocas posmodernas”. Con “posmodernidad”, Cristina se refería a la pérdida de valor vinculante de los grandes relatos modernos, una suerte de escepticismo indiferente, de desencanto. Contra la asepsia del neoliberalismo noventista, Cristina y Néstor se posicionan como reivindicadores de los valores del peronismo, que son en definitiva valores modernos: igualdad, justicia social y soberanía. Sin embargo (y a pesar de que en el 2007 la palabra “posmodernidad” no gozaba de tanta buena prensa como ahora) CFK fue la más posmoderna de todos los modernos que estuvieron a cargo del Poder Ejecutivo del país. Quisiera resaltar 3 hechos que ejemplifican esto: el conflicto por la 125, la Ley de Medios y la Ley de Identidad de Género. En los primeros dos, el Gobierno kirchnerista colocó bajo la lupa los intereses corporativos que subyacen a nuestro sentido común. Con la 125, se buscó socavar el relato del campo como “motor del país”. Fue un ejercicio de iconoclasia contra la oligarquía rural. Con la Ley de Medios, los argentinos tomamos conciencia de los intereses corporativos detrás del periodismo. Con la Ley de Identidad de Género, el gobierno de CFK se hizo eco de los grandes debates del feminismo acerca del género como una construcción que requiere determinadas condiciones de inteligibilidad.
Después de CFK, la más posmoderna de los modernos, aparece Macri, el más moderno de los posmodernos. Él encabeza todo un proceso de restauración de los valores de la modernidad: la ciencia (entendida en su sentido reducido de “ciencia empírica” o “ciencia experimental”), el progreso, la meritocracia, el liberalismo y el desarrollismo. Uno de sus ministerios, inclusive, se llama Ministerio de Modernización. Pero a pesar de su defensa de ciertos valores modernos, el PRO es un partido (utilizando la terminología del sociólogo Zygmunt Bauman) “líquido”. La Alianza Cambiemos admite un alto grado de plasticidad, la cual permite encontrar en ella una amplia heterogeneidad de ideas. Uno de sus principales capitales políticos es la retórica de Durán Barba, que coloca en el foco de la escena al eventual candidato, sea Macri, Vidal o Esteban Bullrich. Explota el uso de las redes sociales para transmitir cierta sensación de cercanía y hace de los búnkers electorales fiestas con globos y música, despojadas de grandes consignas y grandes relatos. En la lógica-Durán Barba, las elecciones son elecciones de candidatos individuales, no de partidos o ideologías.
Como una posible conclusión: la posmodernidad llegó para quedarse, sea en la forma que sea. Sea en forma de transmutación y deconstrucción de valores, sea en una indiferencia pasiva ante los vaivenes de la Historia. La posmodernidad está en disputa, por lo cual aún no podemos prever a ciencia cierta en qué devendrá. En este panorama global, la Argentina no es la excepción.