
Por Nicolás Torres Ressa, filósofo.
En estos tiempos de redes sociales y de relatos parece no haber cabida para los matices. De suyo eso no deja de ser problemático porque la reflexión debe introducir necesariamente matices para salir de la monocromía. En esta época de viralización de las grandes consignas, de las grandes monstruosidades y de los escraches es un imperativo implícito tomar postura, definirse, ponerse de un lado.
Estamos en épocas de posverdad y también, paradójicamente, de definiciones categóricas. Todos estamos situados y nuestra primera tarea es explicitar desde dónde estamos hablando, dónde estamos ubicados. Nuestro contexto ya no es más un mero accesorio sino que tiene un valor
epistemológico propio.
Con todas sus complejidades y contradicciones (las cuales, por supuesto,
son inherentes a la existencia) creo que este final de década nos encuentra en una coyuntura donde filosofar es más que necesario para hacer frente a problemáticas nuevas y a problemáticas viejas que se presentan en nuevos formatos. Nuestra época pide a gritos filosofar y que nos hayamos engolosinado tanto con las nociones de “posverdad” y de “relato” es una muestra de ello.
La filosofía pide abrirse paso en medio de la multitud de técnicos.
Creo que es un gran mérito filosófico haber puesto de manifiesto el carácter ineludiblemente situado (y por qué no, corporizado) de nuestro pensamiento. Donde la técnica nos dice que hay una verdad objetiva, transparente y monolítica la filosofía corre el velo y descubre algunas cosas que estaban ocultas en las sombras.
La filosofía saca a la luz las discursividades que subyacen a las
grandes disciplinas que se pretenden imparciales, pone de manifiesto el relato que las sustentaba.
“Relato” es un término que debe ser entendido como una concepción de la realidad y de la historia humana. Ese es el sentido que le da Lyotard cuando señala que en la posmodernidad los grandes relatos (como el de la modernidad) han caído. Sin embargo los relatos, lejos de haber caído, están
más vivos que nunca.
La filosofía debe descubrir las relaciones de poder y las relaciones de
subjetivación que yacen debajo de la intelectualidad consagrada, de los medios de comunicación y de todas las instituciones. La filosofía descubre que el poder y la política operan en instituciones tan aparentemente apolíticas y ahistóricas como la familia.
La filosofía siempre ha cuestionado las verdades “incontrovertibles” del “sentido común”. Creo que nuestra sociedad va hacia esa dirección pero para seguir avanzando se debe enfrentar un obstáculo importante: seguir reduciendo la política a la política partidaria y a la política institucional.
La política es la red de las relaciones que estructuran la totalidad de nuestra vida, tanto en su aspecto individual como en su aspecto social. Desde la política y mediante la política el hombre se encuentra con el otro y se ponen en marcha los medios adecuados para un determinado fin.
Esto no es una caracterización de la política ni idealizada ni etérea. Es más bien lo que nos motoriza a hacer política: siempre estamos haciendo política, incluso el apolítico hace política. Toda acción política se orienta a una finalidad, hacia un determinado ideal de cómo debería ser la sociedad y cómo deberían ser las relaciones entre las personas.
La política es algo así como un “instinto”, aunque esa palabra hay que tomarla con pinzas porque puede parecer sugerir un esencialismo, algo dado y fijo que permanece en el hombre a través de las épocas.
No es esa mi pretensión pero creo que hacer política, sea de la forma que sea, es tan fundamental como respirar y que sin la política el hombre no podría vivir. Como máximo, podría sobrevivir y a duras penas.
De ese hecho político “primigenio” surgen las estructuras normativas que regulan la mayoría de las capas de nuestra vida. El conjunto de todas las legislaciones y el conjunto de todas las autoridades encargadas de intervenir en la elaboración y en el cumplimiento de esa legislación.
Esa es la política institucional. La política partidaria es consecuencia de aquella y es, sobre todo, hija de la democracia. Los partidos son las unidades mínimas e indispensables para que tenga lugar un proceso electoral. En muchísimos países es imposible una elección democrática sin elegir
candidatos reunidos en partidos.
Las candidaturas independientes están casi en desuso. Participar en una elección consiste en elegir candidatos (o elegir al candidato que encabece la lista) de un partido,
un frente, una alianza o una coalición.
Estos tres niveles de la política son importantísimos para la trama de relaciones que estructura nuestra vida. Pero hay que diferenciarlos nítidamente para no caer en confusiones. Por supuesto, se hace difícil en la vida real distinguirlos pues en la práctica están entrelazados de un modo casi inextricable.
La filosofía es esencialmente política. La política es la filosofía primera y por lo tanto su tarea no puede ser sino política. Pero quedarse en esa afirmación puede derivar en equívocos innecesarios. Especialmente en nuestros tiempos de redes sociales, de escraches y de exigencia de definiciones contundentes.
Ahora quiero que situemos toda esta reflexión: vayamos hasta nuestros tiempos y
hasta nuestras latitudes, la República Argentina de fines de la década del ’10 del siglo XXI. De un tiempo a esta parte, desde comienzos de siglo hasta hoy, ha habido una reivindicación de la militancia partidaria.
Reivindicación positiva y bienvenida, aunque no tan bienvenida en estos últimos dos años. Intelectuales, periodistas y artistas y hombre y mujeres de todas las esferas de la
cultura dejaron de ser vistos por la sociedad como seres superiores parados en la cima de una torre de marfil.
Muchísimos intelectuales y artistas se animaron a levantar las banderas de un partido, sea del FPV, del FR, del PRO, del FIT, etc. Los filósofos no nos hemos quedado atrás. Por supuesto que no han faltado detractores y la gran detractora siempre ha sido la prensa hegemónica, que es el sentido común en su máxima sutileza.
Tomar partido, según los detractores, es enturbiar la
objetividad, la rigurosidad y la “cientificidad”. Las inclinaciones y los intereses son un disvalor desde el punto de vista epistemológico, sentencian.
No obstante, y a pesar de todos los intentos de la prensa hegemónica por frustrar esto, saber detectar la parcialidad en toda producción filosófica, en toda obra artística y en todo artículo periodístico ya forma parte irreversiblemente del acervo
cultural argentino.
Ahora es más difícil que haya intereses camuflados como verdades
incuestionables. Pero ahora corremos otro riesgo: reducir “tomar partido” a tomar partido por una determinada institución denominada “partido político”. Tomar postura y hacer política como sinónimos necesarios de militancia partidaria.
Ahora, tal vez me preguntarán: “Nicolás, ¿vos qué opinás de que un filósofo o un artista milite?”. Opino lo siguiente: la filosofía tiene muchas tareas que hacer en el interior de la militancia partidaria pero sus tareas principales están afuera. La función política de la filosofía (dicho sea de paso, la filosofía es la política) no puede reducirse a la
militancia partidaria.
La filosofía debe ser inmanente y trascendente a los partidos políticos. No por una cuestión de objetividad (imposible, inalcanzable y si fuera alcanzable, vacía) sino porque sus principales tareas están en el hecho político fundamental y fundante de toda manifestación política
posterior.
La filosofía debe trabajar en niveles de la realidad a los que muchas veces las
instituciones y los partidos no pueden llegar o que no pueden captar en toda su complejidad.
La filosofía nunca debe dejar de ser una labor de márgenes, dentro y fuera de las fronteras de los partidos y de las instituciones. Después es cuestión de cada filósofo decidir dónde prefiere actuar más.
La filosofía es necesaria en los grandes centros políticos e institucionales y en las periferias. Aunque también podríamos afirmar que la filosofía tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna.
No descarto en algún momento militar activamente en un partido político pero hoy, por diversos factores (que son personales pero también son políticos porque la vida personal es política) opto por las periferias, por lo microscópico.
A pesar de eso no puedo no reconocer que mi tarea es esencialmente política y que consiste en generar espacios de debate, intercambio, diálogo y reflexión para que lo individual se desindividualice y se llene de política cada vez más