
En una de las grandes obras de Oscar Wilde, El Retrato de Dorian Gray, uno de los personajes, tras haber recibido el interrogante “quién eres”, elige esta contundente respuesta: “definir es limitar”. Y no es simple su propuesta, pueden abrirse varios interrogantes con esta oración, pero el que nos interesa hoy es ¿qué tanto importa nuestra manera de nombrar las cosas?
¿Qué pasa cuando tu género u orientación sexual es usada como insulto? ¿Qué hay detrás de esto?
Con frecuencia es escuchada la frase “dale, no seas mujer” de varones muy heterosexuales que a modo de broma buscan que su compañero (al que le gusta la cocina, o tiene su casa/espacio ordenado, le gusta ser prolijo, la ropa, es sensible, etc) recapacite de sus acciones poco masculinas.
A modo de desaprobación, también podría escucharse de una mujer hacia otra decir “pareces un varoncito”, cuando esta última no se depila, está desarreglada o si usa ropa holgada. Se dice que “juega como un hombre” si una deportista se destaca en fuerza y velocidad del resto. Es tildada de “machona” una mujer que cumple alguna (o todas) de estas características ponderadas en la masculinidad: que sabe de fútbol, que no es “delicada”, que usa ropa “de varón”, etc.
En uno u otro caso, el sujeto ya sea varón o mujer, pareciera no satisfacer a las características y/o comportamientos que se esperarían de un individuo de su género. Pero lo que fundamentalmente tienen en común esas situaciones, es la desaprobación, condena o estigmatización hacia quien no responde a esos determinados mandatos sociales. Aunque en algún caso se trate de un llamado de atención, un consejo o una alerta bien intencionada.
Dichas situaciones están estrechamente vinculadas a un hecho cultural que asigna un rol social según el género del individuo. Así, casi inconscientemente relacionamos lo masculino con la esfera pública, la fortaleza física y emocional, la racionalidad, la independencia económica, el rol activo. Mientras que a la mujer es relativa al ámbito privado, a la crianza de los hijos, al mantenimiento del hogar, estar siempre linda. La mujer es emocional y sensible. Su economía suele ser dependiente y está en segundo plano (primero es madre y después lo demás). Su rol es pasivo.
De estas diferencias biológicas se construyen roles que los individuos tendrán que desempeñar. Explica la antropóloga Marta Lamas en su artículo “El género es cultura” que significamos la diferencia sexual en la construcción de lo “propio” y deseable para el varón y lo “propio” y deseable para la mujer. El género, según esta autora, “marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano. Comprender el esquema cultural de género lleva a desentrañar la red de interrelaciones e interacciones sociales del orden simbólico vigente.”
Por ejemplo, si nos referimos a un varón heterosexual que alardea sobre sus numerosas conquistas amorosas, es ante los ojos de nuestra sociedad machista, un sujeto de admiración de rebosante masculindad, seguridad y éxito. Se lo considera como “ganador”, “crack”, “genio”.Muy por el contrario, una situación equivalente en una mujer es factible que sea condenada. Una conducta de estas características no responden a la moral de una mujer “decente”, incluso es estigmatizada con calificativos como “facil”, “puta”, “zorra”, etc. Esta “facilidad” a la que hicimos referencia denota una visión profundamente machista donde es el deseo sexual masculino el protagonista. La sexualidad femenina no tiene la importancia, es colocada en un rol pasivo donde se es “facil” para un varón. No es propio de una mujer decente .
Si se hace un rápido repaso por los insultos argentinos populares (usados por hombres y mujeres), tal vez sorprenderá –o no– encontrar que una gran cantidad de ellos, se refieren a mujeres. Desde los más bizarros – por ejemplo los que aluden de manera vulgar al genital de la madre, hermana o cualquier pariente femenino- hasta el uso despectivo de la palabra simple y genérica “mujer”, como si en sí misma, esta palabra pudiera representar un insulto.
Sin embargo, no es únicamente “mujer” el sujeto colectivo sometido a una carga negativa. En una sociedad machista es también condenada la homosexualidad. Es muy común la utilizacion de terminos que apelan a la sexualidad y a una supuesta falta masculinidad, a los fines de descalificar a un sujeto determinado (“puto”, “maricón”, “poco hombre”, etc).
Las palabras que usamos para describir la realidad corresponden a un discurso, a una determinada concepción del mundo, a una interpretación valorativa de la realidad. No hay experiencia que no signifiquemos, que no le demos un sentido cuando la ponemos en palabras. Si nos detenemos, entonces, en aquellas que usamos cotidianamente, aun en las que parecieran más simples y utilitarias prevalecen concepciones del mundo. Nuestro lenguaje está atravesado por lógicas que se manifiestan implícitamente en nuestra manera de nombrar la realidad.
Al detenernos entonces en estas consideraciones, encontramos que no es inocente la utilización de términos que responden a una cierta lógica: nuestro lenguaje, como hecho cultural, está atravesado por el discurso machista heteronormativo que impera en nuestra en nuestra sociedad.
Según Lamas “En todas las culturas, la diferencia sexual aparece como el fundamento de la subordinación o de la opresión de las mujeres. El entramado de la simbolización se hace justamente a partir de lo anatómico y de lo reproductivo, y todos los aspectos económicos, sociales y políticos de la dominación masculina heterosexual se argumentan en razón del lugar distinto que ocupa cada sexo en el proceso de la reproducción sexual.”
Esto nos lleva a preguntarnos si es posible transgredir la rigidez de estos esquemas tan arraigados: ¿Puede un varón llorar, demostrar sentimientos, mostrarse vulnerable? ¿Soy menos hombre si soy homosexual? ¿soy menos mujer si soy lesbiana? ¿Puede la mujer disfrutar de su sexualidad con los mismos permisos que un varón?
Las ideas culturales son las que según Lamas, “establecen las obligaciones de cada sexo con una serie de prohibiciones simbólicas”. En consecuencia, la idea de lo que es y se espera de un “varón”, o lo que es y se espera de una “mujer”, es el resultado de una producción histórico cultural: no es el mismo imaginario de mujer o de hombre en Argentina que en Egipto, hoy que hace 300 años, etc.
Entonces: ¿Qué es ser mujer hoy? ¿Y qué, ser varón?
Así como el género es cultural, lo que se espera y se permite para cada género puede transformarse con nuestra intervención: ¿Estamos de acuerdo con la sociedad que construimos día a día? Para responder esa pregunta, se presente este dilema: ¿tenemos que ser idénticos para tratarnos con la misma dignidad? Compartiendo con Marta Lamas: “se puede tratar a hombres y mujeres, a heterosexuales y a homosexuales, como “iguales” sin que sean “idénticos”.
Entonces, ¿Qué decimos cuando señalamos alguien de “puta” o de “maricón”? ¿Qué entendemos cuando le decimos a un varón que es un “ganador” con las mujeres?
Estas sentencias, ¿colaboran en la construcción de una sociedad que permite el desarrollo personal de los individuos sea cual fuere su género u orientación sexual?
Tal como Simone de Beauvoir afirma en su obra EL SEGUNDO SEXO, “no se nace mujer, se llega a serlo”, por lo tanto, estamos en condiciones de decir “no se es un insulto, se llega a construirlo”.
Sofía Sorarrain